Decíamos el otro día que la desigualdad de rentas no se limita a la lucha entre ricos y pobres, o al reparto del pastel entre ellos. La desigualdad de rentas deprime la demanda, pero en el caso de España hay otero factor: la desigualdad de rentas entre jóvenes y viejos.
El problema de España no es sólo que los sueldos hayan disminuido y se hayan reducido también drásticamente las oportunidades laborales, sino también que la mayor parte del peso de la crisis y sus consecuencias ha recaído sobre los más jóvenes.
Todos conocemos algún caso en el que, tras jubilarse un trabajador que cobraba mil ochocientos euros ha sido sustituido por un joven que cobra ochocientos, y eso si no prefieren contratar a un becario o absolutamente a nadie.
El paro juvenil en España supera ampliamente el 50% y eso no hay economía que lo resista. ¿Por qué? Porque a medida que la gente envejece reduce su demanda. Las personas de sesenta años no suelen tener hijos, compran casas en mucha menor medida, se casan en menor medida, firman hipotecas en menor medida, amueblan, cambian cortinas y cambian de vacaciones en mucha, muchísima menor medida.
La tragedia que tenemos en España es que los que todavía cobran un sueldo digno no tienen deseo de gastarlo, y los que les gustaría gastarlo porque tienen que hacer su vida y construir su futuro, reciben salarios de miseria o están directamente en el paro.
La lucha generacional es de tal calibre, que ya hay varios sectores, bastantes en realidad, en el que el salario medio de los trabajadores activos es sensiblemente menor que el de los jubilados.
En estas condiciones, a veces celebramos que la solidaridad familiar sea tan grande en España y que afortunadamente los pensionistas puedan apoyar a sus hijos. Lo que olvidamos es que, por hermoso y solidario que eso suene, su raíz está en la profunda injusticia de una sociedad donde todas las puertas se cierran a los jóvenes, menos las de la frontera.