Amigos, hoy toca hablar con palabra ajena, pero tranquilos que no será sin buena causa.
Copio en primer lugar un texto de Ortega y Gasset sobre el se orito satisfecho. Luego hablamos:
Este personaje, que ahora anda por todas partes y dondequiera impone su barbarie íntima, es, en efecto, el niño mimado de la historia humana. El niño mimado es el heredero que se comporta exclusivamente como heredero. Ahora la herencia es la civilización — las comodidades, la seguridad en suma, las ventajas de la civilización. Como hemos visto, sólo dentro de la holgura vital que ésta ha fabricado en el mundo puede surgir un hombre constituido por aquel repertorio de facciones inspirado por tal carácter. Es una de tantas deformaciones como el lujo produce en la materia humana. Tenderíamos ilusoriamente a creer que una vida nacida en un mundo sobrado sería mejor, más vida y de superior calidad a la que consiste precisamente en luchar con la escasez. Pero no hay tal. Por razones muy rigurosas y archifundamentales que no es ahora ocasión de enunciar.
Ahora, en vez de esas razones, basta con recordar el hecho siempre repetido que constituye la tragedia de toda aristocracia hereditaria. El aristócrata hereda, es decir, encuentra atribuidas a su persona unas condiciones de vida que él no ha creado, por tanto, que no se producen orgánicamente unidas a su vida personal y propia. Se halla, al nacer, instalado, de pronto y sin saber cómo, en medio de su riqueza y de sus prerrogativas. El no tiene, íntimamente, nada que ver con ellas, porque no vienen de él. Son el caparazón gigantesco de otra persona, de otro ser viviente: su antepasado. Y tiene que vivir como heredero, esto es, tiene que usar el caparazón de otra vida. ¿En qué quedamos? ¿Qué vida va a vivir el “aristócrata” de herencia: la suya, o la del prócer inicial? Ni la una ni la otra. Está condenado a representar al otro, por lo tanto, a no ser ni el otro ni él mismo. Su vida pierde, inexorablemente, autenticidad, y se convierte en pura representación o ficción de otra vida. La sobra de medios que está obligado a manejar no le deja vivir su propio y personal destino, atrofia su vida. Toda vida es lucha, el esfuerzo por ser si misma. Las dificultades con que tropiezo para realizar mi vida son precisamente lo que despierta y moviliza mis actividades, mis capacidades. Si mi cuerpo no me pesase, yo no podría andar. Si la atmósfera no me oprimiese, sentiría mi cuerpo como una cosa vaga, fofa, fantasmática. Así, en el “aristócrata” heredero toda su persona se va envagueciendo, por falta de uso y esfuerzo vital. El resultado es esa específica bobería de las viejas noblezas, que no se parece a nada y que, en rigor, nadie ha descrito todavía en su interno y trágico mecanismo; el interno y trágico mecanismo que conduce a toda aristocracia hereditaria a su irremediable degeneración.
Bueno, y ahora, decidme: ¿tiene o no tiene esto algo que ver con que el país se vaya hundiendo poco a poco?, ¿No tiene esto algo que ver con todos los problemas sociales de acomodamientos, renuncia al esfuerzo, falta de compromiso y tendencia a vivir por encima de nuestras posibilidades?
Nuestros padres y abuelos las pasaron canutas y el país mejoró en cincuenta años más de lo que había mejorado en dos siglos. Nos lo dieron todo y ahora parecemos dispuestos a exigir que siga nuestra adolescencia social.
Todo ha empeorado, es cierto, pero quizás esa clave social de la que tan a menudo hablamos en los comentarios resida en ese caparazón que menciona Ortega: el caparazón de una España que nos viene grande y tratamos de desmenuzar para sentirnos más cómodos.
Porque en vez de tortugas nos sentimos caracoles.