Más de uno se tomará a a risa lo que voy a decir, pero va muy en serio: hipotecarse es un acto de esperanza.
Pedir un préstamo es siempre señal de optimismo porque supone creer que en el futuro se va a poder devolver ese dinero, disponiendo entre tanto de un capital que en este momento no está a nuestro alcance. Cuando nos endeudamos, implícitamente entendemos que nuestro trabajo mejorará y nuestra renta lo hará con él, y no sólo lo entendemos nosotros, sino que lo entiende también el banco, lo que no deja de reforzar nuestra percepción optimista.
Sin embargo, algo ha ido muy mal y las hipotecas que se solicitaron estos años anteriores siguen pesando como una losa sobre nuestras economías y sobre nuestro ánimo comprador, con lo que la demanda general se resiente. Y con ella la actividad económica y el empleo.
¿Y qué pasó? Pues varias cosas:
1- Que el bien que compramos, o sea el piso, empezó a valer cada vez menos, con lo que teníamos una deuda por un importe superior al valor del bien que compramos con el dinero prestado. A eso se llama perder pasta a lo bestia. Y cuando la gente pierde pasta, se empobrece y no puede ni comprar ni invertir.
2- Que las hipotecas solían doler los primeros años, pero luego, con la inflación y la subida de salarios, la cuota resultaba cada vez menos molesta, pues al ser constante suponía menos dinero real. Ahora, como los salarios han comenzado a bajar en lugar de a subir, esa cuota constante resulta que cada año es más dura de pagar.
En resumen, la hipoteca nos dio por saco, porque han dejado de cumplirse dos de los dogmas básicos de la religión financiera española: que los pisos nunca bajan y que la inflación es siempre alta.
Nos fue a sobrar fe cuando menos falta hacía…