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Los fallos del colectivismo IV (la necesidad como criterio de reparto)

Puestos a inventar necesidades, hay ideas para todos los gustos...

Puestos a inventar necesidades, hay ideas para todos los gustos...

Una de las premisas fundamentales de los sistemas colectivistas, en especial de los socialistas y comunistas, es la máxima: “se debe exigir a cada cual según su capacidad y dar a cada cual según su necesidad”

Dentro de la serie sobre los fallos del comunismo, quisiera analizar esta idea, aunque más bien me parece una mentalidad, o una forma de ver el mundo.

Por mi parte, y siendo todo lo objetivo que puedo, quiero decir una serie de cosas, que espero que me rebatáis con argumentos lógicos, porque lo cierto es que estoy acostumbrado a que me lo discutan con razones religiosas. Así que, por favor, dejad el catecismo a un lado, y pensemos. Os lo ruego.

-La pobreza no es una condición moral. No pienso como los calvinistas, que creen que el pobre es malo, porque Dios no permitiría pasar necesidad a un hombre virtuoso. Y tampoco pienso como los católicos, que creen que antes pasará un camello por el ojo de una aguja que entre un rico en el reino de los cielos. Por eso os dije que dejéis un rato el catecismo en casa y me digáis si ser pobre es un rasgo moral. Yo creo que es indemostrable tal cosa. Ser pobre es ser pobre. Y ser pobre es una mierda. Pero no dice nada de la moralidad.

-La necesidad no da derecho a nada: lo que otorga derechos es el esfuerzo, el cumplimiento de unos deberes o incluso el simple hecho, convenido de forma tácita, de pertenecer a una sociedad o país (lo que también impone obligaciones). Pero la necesidad, en sí, no otorga derechos. Que yo necesite un coche para ir a trabajar, aunque lo necesite imperiosamente, no me da derecho a exigirlo, ni a coger el de otro, ni a pedir que me lo presten. Necesitar una vivienda no significa que otro la tenga que pagar.

Las necesidades son ilimitadas y pueden crearse o extenderse a voluntad. Esta es uno de los pilares de la economía. De hecho, la economía se define según algunas escuelas como la disciplina que estudia la distribución de recursos limitados entre necesidades ilimitadas. Dicho esto, un sistema que reparte el fruto del esfuerzo de todos entre los que más lo necesitan, lo único que está haciendo es incentivar la queja, la picaresca y la corrupción. Un sistema en el que para conseguir más basta con sufrir más en vez de trabajar más, se va al carajo necesariamente.

A riesgo de que me tiréis piedras, os citaré un ejemplo sangriento: en la guerra entre los tutsis y los hutus, en Rwanda y Burundi (1990-1994) ambos bandos combatientes utilizaban las matanzas de civiles como modo de aprovisionar a sus ejércitos, pues sabían que después de cada matanza llegaría la ayuda humanitaria de Occidente y podrían así dar de comer a su tropa.

La necesidad, por tanto, no puede ser un baremo de distribución, a riesgo de que las necesidades se multipliquen y la miseria, la enfermedad o la simple estupidez lleguen a ser estados deseables, de los que se puede obtener más que del trabajo, el estudio o la salud. Cuando es más rentable cortarse un pie que estudiar una carrera, un país no tarda en quedarse cojo.

Por lo demás, hay ejemplos de sobra en nuestra sociedad de gente que convierte la necesidad en un modo de explotar al resto.

Es vuestro turno.

 

El exceso de capacidad productiva (la madre y la abuela de todo)

 

Jefe de almacén de una fábrica con exceso de producción

Jefe de almacén de una fábrica con exceso de producción

Hoy voy a hablar del exceso de capacidad productiva, un tema tan importante que me atrevo a calificarlo de fundamental. Como sabéis, los sábados dedico este espacio a tratar de profundizar en las ideas que gobiernan los mecanismos económicos, así que disculpadme si me pongo un poco obtuso, porque el tema es, a mi juicio, absolutamente crucial. El más importante del que he hablado hasta ahora, creo. 

Hay un dato sobre la producción global que quizás os interese: para vivir como vivía un americano medio de 1955, bastaría con que trabajásemos cuatro horas y media al día. El resto, sobraría, o no se sabe muy bien dónde va, porque el americano medio de 1955 también dejaba un buen beneficio a su empresa.

Las sociedades occidentales, y muy especialmente la española, padecen de un descomunal y gravísimo exceso de capacidad productiva. Hay excedentes sin vender de todo. Pisos de sobra, cereales de sobra, leche que se debe producir por cuotas, vino que sobra, etc. La antigua orientación a la producción, en la que había que producir más cada vez porque todo se vendía, ha dejado lugar a la actual orientación al mercado: hay que tratar de vender lo que se produce, y venderlo a costa de bajar los precios, los salarios, o lo que sea.

 El problema, el gran problema, surge cuando descubrimos que no se trata de una situación local, como sucedía antaño, sino que en todas partes hay exceso de capacidad productiva. Los antiguos mercados, que eran compradores netos, se han convertido a su vez en productores después de equiparse con tecnología avanzada, y no sólo dejan de comprar lo que antes les vendíamos, sino que se convierten en competidores por los mercados.

 Dos ejemplos típicos son China e India, que nos compran más de lo que nos compraban pero nos venden cien veces más de los que nos vendían.

La cuestión que surge inmediatamente al realizar esta reflexión, es: y cuando todos seamos productores de bienes en grandes cantidades, ¿quién los comprará? Porque antes se buscaban nuevos mercados en tierras lejanas, pero ahora ya no existen esas tierras lejanas y desconocidas.

De momento, los países en vías de desarrollo siguen demandando bienes de equipo, pero a medida que avanzan en su camino de industrialización y de educación, necesitan cada vez menos aportes exteriores. La economía basada en el crecimiento es, pues, un callejón sin salida. Y el capitalismo, qué putada, no entiende ningún otro idioma que no sea el crecimiento.

Si todos crecemos, pronto tendremos todos un exceso de capacidad productiva y eso conduce indefectiblemente a grandes, enormes tasas de paro, descomunales stocks de almacenaje y pérdidas masivas. ¿Qué valen cuatro yogures? Un euro. ¿Qué valen cuatro yogures a un día de su caducidad? Lo que quiera pagar el comprador, o nada. ¿Y un día después? Menos que nada: cuesta dinero deshacerse de ellos. ¿Qué vale un coche? quince mil euros. ¿Y un coche que lleva dos años a la intemperie, delante de la fábrica donde se priodujo? Quinientos euros de chatarra, menos lo que cuesta reciclarlo. NADA.

¿Lo digo más fácil? Si unos pocos son capaces de producir lo que consumen todos, hay una mayoría que no tiene ocupación , pues nadie necesita lo que ellos podrían producir. A eso se le llama irrelevancia económica, y el caso más claro que podéis ver es África. A nadie le interesa comprar lo que producen, porque ni es mejor ni es más barato, y a nadie le interesa venderles, porque no disponen de dinero.

Así las cosas, hay que encontrar un modelo en el que todos puedan vivir, se distribuya el trabajo, y exista una mínima sensación de justicia.

Una de las posibilidades es, como dije al principio, reducir drásticamente la jornada, pero no parece posible mientras la medida no sea global y haya unos que se puedan aprovechar de la renuncia a producir de otros. Otra solución es que trabajen algunos y los otros les aplaudan, de modo que los primeros repartan su salario con los segundos, pero no parece posible que el ser humano admita que unos trabajen y otros no para que luego se reparta lo conseguido.

La tercera, pero no última, es que resurja la demanda porque gran parte de lo que había resultó destruido. Cuando hay una devastación global, en la que hay que restaurar el país entero sin que nadie pueda alegar que es injusto el reparto, los países prosperan. Prueba de ello es que a Alemania y Japón les fue mucho mejor después de la guerra que a los que la ganaron.

Mucho me temo que si el capitalismo corre un día el riesgo de hundirse, los grandes cerebros que habitan las cumbres optarán por la tercera solución.

¿Qué os parece a vosotros?