No lo duda nadie: para invertir y crear empleo, ya sea a nivel particular o nacional, primero hay que acumular capital, y luego ponerlo a producir bienes, servicios, o lo que sea. El capital lo es todo en la economía, y hasta Marx utilizó este concepto como título de su principal obra. Sin capital no hay economía; sólo subsistencia.
Como sabéis, me gusta buscar el origen de los problemas, aunque a veces eso me obligue a ir un poco lejos, y en el caso de esta crisis que padecemos tengo la impresión de que el origen, la verdadera raíz, está en la falta de fines. El capital no es un fin en sí mismo, sino un medio, en primera instancia, para la producción , y en última para el bienestar.
Y eso, los fines, es lo que parecen haber perdido de vista los distintos sistemas financieros: se supone que la gente trabaja para vivir, y no para conseguir capital, aunque lo segundo es posible y hasta deseable en cierta medida.
Pero si la acumulación de capitales conduce al desempleo, la inseguridad en la calle y la destrucción del tejido productivo, o somos tontos o nos están tomando el pelo, o alguna pieza del reloj se ha perdido por el camino, porque resulta que las agujas marchan hacia atrás.
Y sin embargo, así sucede: Occidente se mecaniza, se automatiza, tiene un porcentaje importante de todas las patentes y una capacidad agrícola e industrial muy por encima de la suma del resto del mundo, y a pesar de ello, el capital prefiere irse a otros lugares donde abaratar costes. ¿Y para qué? Para crear más capital. ¿Y para qué crear más capital? Eso ya no lo saben.
Parece un cuento de robots, pero es la puñetera realidad. El capital tiene que vender sus productos al ciudadano, que es su fin y su cliente último, pero se desentiende del ciudadano y se mira sólo a sí mismo en un acto de onanismo olímpico. Y como siempre sucede en estos casos, el capital se vuelve estéril.
Como es sábado, permitidme que acabe con un cuento, o una parábola, y perdonad la irrupción de mi otro yo, mi Mister Hyde.
Con el mundo puede pasar como en aquella goleta en que viajaban nueve marineros, jóvenes y fuertes, y un anciano gastado y achacoso al que todos debían cuidar, lavar y dar de comer.
El viejo era una continua molestia y todos se quejaban de tener que ayudarle a cada paso, de sus achaques, de sus quejas y de su mal humor constante.
Un día el viejo murió y lo tiraron por la borda casi con alegría: iban cortos de agua, escasos de provisiones y faltos de fuerza para remar cunado faltaba el viento. Todo lo que fuera quitarse peso era una buena noticia.
-Ahora por fin iremos más rápido -dijo un marinero, después de la breve ceremonia.
-Diablos, sí, ¿pero a dónde? -respondió el capitán, cayendo en la cuenta de que sólo el abuelo lo sabía.
Pues eso.
Gracias por vuestra paciencia.