Atrás quedaron los tiempos en los que el negocio bancario era una cosa aburrida en la que se cogía el dinero de la gente y se le pagaba un interés, luego se añadían cuatro o cinco puntos a esa cifra y se cobraba por el dinero a quien venía a pedirlo. Eran habas contadas: entraba un dinero en la caja, y se prestaba a un precio mayor que el que se pagaba, creando un margen. Un poco como una frutería, vaya.
¿Y la hipoteca? Pues en aquellos tiempos era una cosa estupenda, porque permitía a los bancos durante un montón de años, cobrar ese margen sin tener que hacer prácticamente nada. Hacías una vez un estudio, luego una valoración, ibas a firmar las escrituras y tenías el negocio asegurado durante veinte años, como poco. Tranquilidad y calma a raudales.
Sin embargo, alguien se cargó las regulaciones y dejó entrar en el gremio de la banca a toda clase de tahúres y hechiceros y, desde entonces, nada es simple. Se dan hipotecas por encima del valor de tasación, se rechaza prestar el dinero a un número tan largo de años por la cantidad de riesgos que esto supone y no hay manera de encontrar demanda solvente, o sea, gente que pueda asegurar que seguirá pagando sus cuotas mensuales durante veinte o treinta años.
Así que la banca, o poco a poco, se fue convirtiendo en un lugar donde reglaban toallas o vendían sartenes hasta llegar al momento actual en que tiene que obligar a sus empleados a venderte cualquier cosa, o simplemente se afana en cobrarte por todo.
Los tiempos se han acelerado, los tipos han bajado y el ritmo al que gira el mundo no permite ya firmar contratos a veinte años con cierta seguridad. ¿Huele la hipoteca a muerto? Yo creo que sí. Posiblemente no desaparezca de inmediato, pero me aventuro a pronosticar que será una figura legal muy distinta en menos de un par de décadas.
O eso, o se va todo al carajo, que también es una opción a tener en cuenta cuando hay un tipo que imprime todos los meses ochenta mil millones de euros, los ofrece al cero por ciento, y aún así no consigue colocarlos…